A
LOS PRELADOS AUDITORES Y OFICIALES DEL TRIBUNAL DE LA ROTA
ROMANA
CON
MOTIVO DE LA
INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
Sábado
27 de enero de 2007
Queridos prelados
auditores, oficiales y colaboradores del Tribunal de la Rota romana:
Me alegra
particularmente encontrarme nuevamente con vosotros con ocasión de la
inauguración del año judicial. Saludo cordialmente al Colegio de prelados
auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, al que
agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Saludo,
asimismo, a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este
Tribunal, así como a los miembros del Estudio rotal y a todos los presentes.
Aprovecho de
buen grado la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y para reafirmar,
al mismo tiempo, la importancia de vuestro ministerio eclesial en un sector tan
vital como es la actividad judicial. Tengo bien presente el valioso trabajo que
estáis llamados a realizar con diligencia y escrúpulo en nombre y por mandato de
esta Sede apostólica. Vuestra delicada tarea de servicio a la verdad en la
justicia está sostenida por las insignes tradiciones de este Tribunal, con
respecto a las cuales cada uno de vosotros debe sentirse personalmente
comprometido.
El año
pasado, en mi primer encuentro con vosotros, traté de explorar los caminos para
superar la aparente contraposición entre la instrucción del proceso de nulidad
matrimonial y el auténtico sentido pastoral. Desde esta perspectiva, emergía el
amor a la verdad como punto de convergencia entre investigación procesal y
servicio pastoral a las personas. Pero no debemos olvidar que en las causas de
nulidad matrimonial la verdad procesal presupone la "verdad del matrimonio"
mismo.
Sin embargo,
la expresión "verdad del matrimonio" pierde relevancia existencial en un
contesto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que
consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos
afectivos. En consecuencia, no sólo llega a ser contingente, como pueden serlo
los sentimientos humanos, sino que se presenta como una superestructura legal
que la voluntad humana podría manipular a su capricho, privándola incluso de su
índole heterosexual.
Esta crisis
de sentido del matrimonio se percibe también en el modo de pensar de muchos
fieles. Los efectos prácticos de lo que llamé "hermenéutica de la discontinuidad
y de la ruptura" con respecto a la enseñanza del concilio Vaticano II (cf.
Discurso
a la Curia Romana, 22 de diciembre de
2005: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 11)
se notan de modo particularmente intenso en el ámbito del matrimonio y de
la familia.
En efecto, a algunos les parece que la doctrina conciliar sobre
el matrimonio, y concretamente la descripción de esta institución como "intima communitas vitae
et amoris" (Gaudium
et spes, 48), debe llevar a
negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble, porque se
trataría de un "ideal" al que no pueden ser "obligados" los "cristianos
normales".
De hecho,
también en ciertos ambientes eclesiales, se ha generalizado la convicción según
la cual el bien pastoral de las personas en situación matrimonial irregular
exigiría una especie de regularización canónica, independientemente de la
validez o nulidad de su matrimonio, es decir, independientemente de la "verdad"
sobre su condición personal. El camino de la declaración de nulidad matrimonial
se considera, de hecho, como un instrumento jurídico para alcanzar ese objetivo,
según una lógica en la que el derecho se convierte en la formalización de las
pretensiones subjetivas. Al respecto, hay que subrayar ante todo que el Concilio
describe ciertamente el matrimonio como intima communitas
vitae et amoris,
pero que esa comunidad, siguiendo la tradición de la Iglesia, está determinada
por un conjunto de principios de derecho divino que fijan su verdadero sentido
antropológico permanente (cf. ib.).
Por lo
demás, tanto el magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, como la obra
legislativa de los Códigos latino y oriental, se han orientado en fiel
continuidad hermenéutica con el Concilio. En efecto, también con respecto a la
doctrina y a la disciplina matrimonial, esas instancias realizaron el esfuerzo
de "reforma" o "renovación en la continuidad" (cf. Discurso
a la Curia Romana, cit.). Este esfuerzo se
ha realizado apoyándose en el presupuesto indiscutible de que el matrimonio
tiene su verdad, a cuyo descubrimiento y profundización concurren armoniosamente
razón y fe, o sea, el conocimiento humano, iluminado por la palabra de Dios,
sobre la realidad sexualmente diferenciada del hombre y de la mujer, con sus
profundas exigencias de complementariedad, de entrega definitiva y de
exclusividad.
La
verdad antropológica y salvífica del matrimonio, también en su dimensión
jurídica, se presenta ya en la sagrada Escritura. La
respuesta de Jesús a los fariseos que le pedían su parecer sobre la licitud del
repudio es bien conocida: "¿No habéis leído que el Creador, desde el
comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: "Por eso dejará el hombre a
su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola
carne?". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que
Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19, 4-6).
Las citas
del Génesis (Gn 1, 27; 2,
24) proponen de nuevo la verdad matrimonial del "principio", la verdad cuya
plenitud se encuentra en relación con la unión de Cristo con la
Iglesia (cf. Ef
5, 30-31), y que fue objeto de tan amplias y profundas reflexiones
por parte del Papa Juan Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre el amor
humano en el designio divino. A partir de esta unidad dual de la pareja humana
se puede elaborar una auténtica antropología jurídica
del matrimonio.
En este
sentido, son particularmente iluminadoras las palabras conclusivas de
Jesús: "Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Ciertamente,
todo matrimonio es fruto del libre consentimiento del hombre y de la mujer, pero
su libertad traduce en acto la capacidad natural inherente a su masculinidad y
feminidad. La unión tiene lugar en virtud del designio de Dios mismo, que los
creó varón y mujer y les dio poder de unir para siempre las dimensiones
naturales y complementarias de sus personas.
La
indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso definitivo de los
contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del "vínculo potente
establecido por el Creador" (Juan Pablo II, Catequesis, 21 de noviembre de
1979, n. 2: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 25 de noviembre de 1979, p. 3).
Los contrayentes se deben comprometer de modo definitivo precisamente porque el
matrimonio es así en el designio de la creación y de la redención. Y la juridicidad
esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el hombre
y la mujer constituye una exigencia de justicia y de amor, a la que, por su bien
y por el de todos, no se pueden sustraer sin contradecir lo que Dios mismo ha
hecho en ellos.
Es preciso
profundizar este aspecto, no sólo en consideración de vuestro papel de
canonistas, sino también porque la comprensión global de la institución
matrimonial no puede menos de incluir también la claridad sobre su dimensión
jurídica. Sin embargo, las concepciones acerca de la naturaleza de esta relación
pueden divergir de manera radical.
Para el
positivismo, la juridicidad de la relación conyugal sería únicamente el
resultado de la aplicación de un norma humana formalmente válida y
eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida y del amor conyugal sigue
siendo extrínseca a la institución "jurídica" del matrimonio. Se crea una
ruptura entre derecho y existencia humana que niega radicalmente la posibilidad
de una fundación antropológica del derecho.
Totalmente
diverso es el camino tradicional de la Iglesia en la comprensión de la dimensión
jurídica de la unión conyugal, siguiendo las enseñanzas de Jesús, de los
Apóstoles y de los santos Padres. San
Agustín, por ejemplo, citando a San Pablo, afirma con
fuerza: "Cui fidei (coniugali) tantum iuris tribuit Apostolus, ut eam
potestatem appellaret, dicens: Mulier non habet
potestatem corporis sui, sed vir; similiter autem et vir non habet potestatem
corporis sui, sed mulier (1 Co 7, 4)"
(De bono
coniugali, 4, 4).
San Pablo,
que tan profundamente expone en la carta a los Efesios el "gran misterio"
(mustÖrion m+ga) del amor conyugal en relación con la unión de Cristo con la
Iglesia (Ef
5, 22-31), no duda en aplicar al matrimonio los términos más fuertes
del derecho para designar el vínculo jurídico con el que están unidos los
cónyuges entre sí, en su dimensión sexual. Del mismo modo, para san Agustín, la
juridicidad es esencial en cada uno de los tres bienes (proles, fides,
sacramentum), que constituyen los ejes de su exposición doctrinal
sobre el matrimonio.
Ante la
relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición
de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del
matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en
las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se
entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser. Por
eso, como escribí en mi primera encíclica, "en una perspectiva fundada en la
creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por
su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo"
(Deus caritas est,
11). Así, amor y derecho pueden unirse hasta tal punto que marido y mujer
se deben
mutuamente el amor con que espontáneamente se
quieren: el amor en ellos es el fruto de su libre querer el bien del
otro y de los hijos; lo cual, por lo demás, es también exigencia del amor al
propio verdadero bien.
Toda la
actividad de la Iglesia y de los fieles en el campo familiar debe fundarse en
esta verdad
sobre el matrimonio y su intrínseca dimensión jurídica. No obstante
esto, como he recordado antes, la
mentalidad relativista, en formas más o menos abiertas o solapadas, puede
insinuarse también en la comunidad eclesial. Vosotros sois bien conscientes de
la actualidad de este peligro, que se manifiesta a veces en una interpretación
tergiversada de las normas canónicas vigentes.
Es preciso
reaccionar con valentía y confianza contra esta tendencia, aplicando
constantemente la hermenéutica de la
renovación en la continuidad y sin dejarse seducir por caminos de
interpretación que implican una ruptura con la tradición de la Iglesia. Estos
caminos se alejan de la verdadera esencia del matrimonio así como de su
intrínseca dimensión jurídica y con diversos nombres, más o menos atractivos,
tratan de disimular una falsificación de la realidad conyugal. De este modo se
llega a sostener que nada sería justo o injusto en las relaciones de una pareja,
sino que únicamente responde o no responde a la realización de las aspiraciones
subjetivas de cada una de las partes. Desde esta perspectiva, la idea del
"matrimonio in
facto esse" oscila entre una relación meramente factual y una
fachada jurídico-positivista, descuidando su esencia de vínculo intrínseco de
justicia entre las personas del hombre y de la mujer.
La
contribución de los tribunales eclesiásticos a la superación de la crisis de
sentido sobre el matrimonio, en la Iglesia y en la sociedad civil, podría
parecer a algunos más bien secundaria y de retaguardia. Sin embargo,
precisamente porque el matrimonio tiene una dimensión intrínsecamente jurídica,
ser sabios y convencidos servidores de la justicia en este delicado e
importantísimo campo tiene un valor de testimonio muy significativo y de gran
apoyo para todos.
Vosotros,
queridos prelados auditores, estáis comprometidos en un frente en el que la
responsabilidad con respecto a la verdad se aprecia de modo especial en nuestro
tiempo. Permaneciendo fieles a vuestro cometido, haced que vuestra acción se
inserte armoniosamente en un redescubrimiento global de la belleza de la "verdad
sobre el matrimonio" —la verdad del "principio"—, que Jesús nos enseñó
plenamente y que el Espíritu Santo nos recuerda continuamente en el hoy de la Iglesia.
Queridos
prelados auditores, oficiales y colaboradores, estas son las consideraciones que
deseaba proponer a vuestra atención, con la certeza de encontrar en vosotros a
jueces y magistrados dispuestos a compartir y a hacer suya una doctrina de tanta
importancia y gravedad. Os expreso a todos y a cada uno en particular mi
complacencia, con plena confianza en que el Tribunal apostólico de la Rota
romana, manifestación eficaz y autorizada de la sabiduría jurídica de la
Iglesia, seguirá desempeñando con coherencia su no fácil munus al
servicio del designio divino perseguido por el Creador y por el Redentor
mediante la institución matrimonial.
Invocando la
asistencia divina sobre vuestro trabajo, de corazón os imparto a todos una
especial bendición apostólica.
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